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miércoles, 27 de septiembre de 2017

EL ESPEJISMO DE LA MINERÍA

En momentos en que está plenamente probado que ni la minería ni el turismo traen progreso a ningún país, por los conceptos de extractivismo ligado a la renta improductiva y de burdeleria unida a la prostitución enfermiza, en que se están convirtiendo nuestras economías, se vuelve supremamente importante darle una lectura profunda al elaborado y concienzudo artículo que nos ha compartido nuestro querido compañero Pacho Valderrama.


EL ESPEJISMO DE LA MINERÍA


Por:  Francisco Valderrama Aguilar

Revista MIRADOR DEL SUROESTE


Una concesión minera es la autorización que las autoridades del país entregan a ciudadanos o empresas nacionales o extranjeras para explotar sus recursos naturales, a cambio de satisfacer determinados requisitos y compromisos con la región donde se va a desarrollar la explotación. En Colombia las otorga el gobierno central y también Antioquia, único departamento facultado por la ley para hacerlo.

Suelen beneficiar a multinacionales o a minorías privilegiadas que  las utilizan a su antojo para perpetuar su dominación. Al igual que las privatizaciones de empresas estatales, sirven para  pagar favores, enriquecer intermediarios, financiar campañas electorales o incluso para limpiar prontuarios. Para todo, menos para el desarrollo sostenible y para el mejoramiento de la calidad de vida de las comunidades afectadas por su actividad.

Concentran las ganancias en pocas manos pero las consecuencias en materia de abuso laboral, contaminación de fuentes hídricas, destrucción ambiental, costo de vida e impacto en la salud, las padece la comunidad. Incluso las que no surten el proceso formal, igual de nocivas, son estimuladas en ocasiones por las mismas elites que de esa manera aseguran sus beneficios por una u otra vía.

Finalmente los compromisos que en teoría deben cumplir terminan manipulados por intereses políticos y privados, que se encargan de maximizarlos para los de arriba y reducirlos a su mínima expresión para los ciudadanos de a pie. Para unos la opulencia, las exenciones tributarias, la seguridad jurídica; para otros las migajas, los perjuicios, el daño ambiental y social. Lamentablemente el papel sostiene lo que los hechos niegan. Lo único que interesa son las utilidades. El resto, los compromisos sociales, siempre será posible burlarlos. La normatividad opera como lavatorio de conciencia y para efectos publicitarios.

La actividad minera es una bomba de tiempo porque la soporta una institucionalidad débil, cooptada por los mismos poderes que la conforman y la confluencia de intereses oscuros y una corruptela generalizada. Una precaria institucionalidad que trata a sus ciudadanos como invasores en su propio país, que castiga el rebusque del centavo por el de abajo pero mira con largueza el despojo del peso por ladrones de cuello blanco.

Así ha sido desde la época de la colonia. Ahora  se hace en forma más taimada, siempre a favor de los mismos, a inciso limpio y leyes a la medida pero también a fuerza bruta cuando sea menester, como viene ocurriendo en Buriticá, Segovia y Remedios. La legalidad de una concesión no solo no es garantía de desarrollo sino que prefigura una seria amenaza de corrupción, abusos y degradación social y ambiental. No son pocos los casos en los cuales los proyectos mineros terminan cogobernando junto a autoridades serviles que a veces imponen o ayudan a elegir.

¿Qué oportunidades concretas de desarrollo, qué beneficios reales, diferentes al enriquecimiento de elites políticas y sociales, han generado en Colombia los negocios mineros? Se dirá que pagan impuestos y regalías pero la pregunta es: ¿pagan lo que deben pagar? ¿Llegan efectivamente a la comunidad esos pagos? ¿Cuánto se queda en intermediarios que desde privilegiadas tribunas los protegen y auspician?

La democracia no se agota en la posibilidad de votar y hay que aceptarla con todas sus consecuencias.  Así como los pueblos eligen sus autoridades locales, deben y tienen que intervenir en la definición de sus modelos de desarrollo. Son los propios ciudadanos los llamados a decidir la herencia que quieren dejar a las próximas generaciones. Tanto respeto merecen las comunidades que a pesar de las evidencias adoptan la vocación minera como quienes apoyados en ellas la rechazan.

Para no descarrilar, la “locomotora minera” necesita circular por rieles firmes: autoridades rectas, controles autónomos, legisladores al servicio de quienes los eligen y no de quienes los financian, justicia eficiente, sociedad vigilante, instituciones privadas socialmente responsables. Todo lo que no tenemos. Solo cuando los compromisos asumidos se cumplan realmente, las normas sean acatadas por todos y exigibles para todos y los beneficios lleguen por igual a concesionarios y comunidades impactadas, se podría pensar en la gran minería. Mientras tanto, es urgente que los pueblos se pronuncien para decidir si la permiten, si aceptan que con el pretexto de generar empleo se degrade su territorio y se limite su frontera agrícola o que autoridades lejanas decidan su vocación y su modelo de desarrollo. La institucionalidad actual, gobierno incluido,  es muy capaz de violentar el espíritu de la constitución del 91 para vulnerar la autonomía territorial e impedir que los ciudadanos sean actores decisorios de su propio futuro.

Depender exclusivamente de la minería equivale a negar territorios sostenibles y entorno social sano a las próximas generaciones. El empleo generado no excusa el daño que produce cuando no va acompañada de una institucionalidad al servicio de la comunidad. Sin ella, la minería queda reducida a un triste espejismo.

Infortunadamente ese es el caso de Colombia.

Agosto de 2017

P.S. Con contadas excepciones, lo dicho aplica en su integridad para las concesiones forestales. El Chocó padece en grande ambas desgracias



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