En momentos en que está plenamente probado que ni la
minería ni el turismo traen progreso a ningún país, por los conceptos de
extractivismo ligado a la renta improductiva y de burdeleria unida a la
prostitución enfermiza, en que se están convirtiendo nuestras economías, se
vuelve supremamente importante darle una lectura profunda al elaborado y
concienzudo artículo que nos ha compartido nuestro querido compañero Pacho
Valderrama.
EL
ESPEJISMO DE LA MINERÍA
Por: Francisco Valderrama Aguilar |
Revista MIRADOR DEL SUROESTE
Una concesión minera es la autorización que las
autoridades del país entregan a ciudadanos o empresas nacionales o extranjeras
para explotar sus recursos naturales, a cambio de satisfacer determinados
requisitos y compromisos con la región donde se va a desarrollar la
explotación. En Colombia las otorga el gobierno central y también Antioquia,
único departamento facultado por la ley para hacerlo.
Suelen beneficiar a multinacionales o a minorías
privilegiadas que las utilizan a su antojo para perpetuar su dominación.
Al igual que las privatizaciones de empresas estatales, sirven para pagar
favores, enriquecer intermediarios, financiar campañas electorales o incluso
para limpiar prontuarios. Para todo, menos para el desarrollo sostenible y para
el mejoramiento de la calidad de vida de las comunidades afectadas por su
actividad.
Concentran las ganancias en pocas manos pero las
consecuencias en materia de abuso laboral, contaminación de fuentes hídricas,
destrucción ambiental, costo de vida e impacto en la salud, las padece la
comunidad. Incluso las que no surten el proceso formal, igual de nocivas, son
estimuladas en ocasiones por las mismas elites que de esa manera aseguran sus
beneficios por una u otra vía.
Finalmente los compromisos que en teoría deben cumplir
terminan manipulados por intereses políticos y privados, que se encargan de
maximizarlos para los de arriba y reducirlos a su mínima expresión para los
ciudadanos de a pie. Para unos la opulencia, las exenciones tributarias, la seguridad
jurídica; para otros las migajas, los perjuicios, el daño ambiental y social.
Lamentablemente el papel sostiene lo que los hechos niegan. Lo único que
interesa son las utilidades. El resto, los compromisos sociales, siempre será
posible burlarlos. La normatividad opera como lavatorio de conciencia y para
efectos publicitarios.
La actividad minera es una bomba de tiempo porque la
soporta una institucionalidad débil, cooptada por los mismos poderes que la
conforman y la confluencia de intereses oscuros y una corruptela generalizada.
Una precaria institucionalidad que trata a sus ciudadanos como invasores en su
propio país, que castiga el rebusque del centavo por el de abajo pero mira con
largueza el despojo del peso por ladrones de cuello blanco.
Así ha sido desde la época de la colonia. Ahora se
hace en forma más taimada, siempre a favor de los mismos, a inciso limpio y
leyes a la medida pero también a fuerza bruta cuando sea menester, como viene
ocurriendo en Buriticá, Segovia y Remedios. La legalidad de una concesión no
solo no es garantía de desarrollo sino que prefigura una seria amenaza de
corrupción, abusos y degradación social y ambiental. No son pocos los casos en
los cuales los proyectos mineros terminan cogobernando junto a autoridades serviles
que a veces imponen o ayudan a elegir.
¿Qué oportunidades concretas de desarrollo, qué beneficios
reales, diferentes al enriquecimiento de elites políticas y sociales, han
generado en Colombia los negocios mineros? Se dirá que pagan impuestos y regalías
pero la pregunta es: ¿pagan lo que deben pagar? ¿Llegan efectivamente a la
comunidad esos pagos? ¿Cuánto se queda en intermediarios que desde
privilegiadas tribunas los protegen y auspician?
La democracia no se agota en la posibilidad de votar y hay
que aceptarla con todas sus consecuencias. Así como los pueblos eligen
sus autoridades locales, deben y tienen que intervenir en la definición de sus
modelos de desarrollo. Son los propios ciudadanos los llamados a decidir la
herencia que quieren dejar a las próximas generaciones. Tanto respeto merecen
las comunidades que a pesar de las evidencias adoptan la vocación minera como
quienes apoyados en ellas la rechazan.
Para no descarrilar, la “locomotora minera” necesita
circular por rieles firmes: autoridades rectas, controles autónomos,
legisladores al servicio de quienes los eligen y no de quienes los financian,
justicia eficiente, sociedad vigilante, instituciones privadas socialmente
responsables. Todo lo que no tenemos. Solo cuando los compromisos asumidos se
cumplan realmente, las normas sean acatadas por todos y exigibles para todos y
los beneficios lleguen por igual a concesionarios y comunidades impactadas, se
podría pensar en la gran minería. Mientras tanto, es urgente que los pueblos se
pronuncien para decidir si la permiten, si aceptan que con el pretexto de
generar empleo se degrade su territorio y se limite su frontera agrícola o que
autoridades lejanas decidan su vocación y su modelo de desarrollo. La
institucionalidad actual, gobierno incluido, es muy capaz de violentar el
espíritu de la constitución del 91 para vulnerar la autonomía territorial e
impedir que los ciudadanos sean actores decisorios de su propio futuro.
Depender exclusivamente de la minería equivale a negar
territorios sostenibles y entorno social sano a las próximas generaciones. El
empleo generado no excusa el daño que produce cuando no va acompañada de una
institucionalidad al servicio de la comunidad. Sin ella, la minería queda
reducida a un triste espejismo.
Infortunadamente ese es el caso de Colombia.
Agosto de 2017
P.S. Con contadas excepciones, lo dicho aplica en su
integridad para las concesiones forestales. El Chocó padece en grande ambas
desgracias
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