Por: Francisco L. Valderrama A.
Para la Revista MIRADOR DEL SUROESTE, edición 60, marzo de 2017
Al igual que hoy, los que ya
alcanzamos el otoño de la vida hacíamos en la escuela trabajos académicos
relacionados con algún tema específico. En la materia que entonces llamábamos
LENGUAJE los maestros nos pedían redactar textos para la madre, la patria, algún
prócer o para celebrar eventos sociales o religiosos. No recuerdo que nos hubiesen solicitado uno dedicado
a ellos mismos. Quizás para evitarnos chanzas por parte de los compañeros pero sobre
todo por su sentido del honor y del decoro, que entonces, como ahora, les
impedía una petición de esa naturaleza.
Es hora de saldar la deuda de
gratitud con los maestros de ayer, de hoy y de siempre. Esta es pues la tarea
inconclusa, la que por temor, timidez o falta de conciencia no se hizo en su
momento. Hoy la misma conciencia exige y obliga. Son palabras que nacen del alma y no reclaman retribución ni calificación.
Somos hechura de nuestros
maestros, tanto de los que en las aulas moldean con esmero la materia prima que
se les confía, como de padres y todos los que en algún momento transmiten enseñanzas de vida. Si bien no existe
un solo ser humano del cual no tengamos algo para aprender, este sencillo
homenaje es para los maestros de la primavera de la vida: los de guardería, escuela
y colegio. Por supuesto lo merecen también los de la universidad, sólo que los
encontramos cuando ya despunta el verano, somos producto más elaborado y ya los
primeros han cumplido la noble tarea de señalarnos el camino y darnos alas para
que cada cual decida como las usa y a qué altura quiere volar.
Nuestros padres lo han hecho con
amor y por amor. Por la misma razón, con algunas fallas, porque el filtro del
amor en ocasiones limita y ciega. Los
maestros lo hacen por devoción, sin los condicionamientos ni los miedos de los
padres. Son autoridad sin imposición, mando sin estridencia. Siembran para que
otros recojan, viven para alumbrar y no para brillar, para dar y no para
recibir. Entrega en su acepción más desinteresada.
Media un abismo ético entre la
política y la docencia. En ocasiones la política atrae gente recta, que quiere
servir, ser útil. Pero también convoca, la mayoría de las veces, personajes nocivos
que solo buscan poder y lucro personal. Los maestros eligen una profesión que a
lo sumo les permitirá una vida decente. Lo saben y aun así la adoptan con
dignidad. No abundan los maestros ricos pero si políticos enriquecidos por el
ejercicio de una actividad que usualmente ejercen sin escrúpulos ni principios.
El maestro identifica las
cualidades de sus alumnos para potenciarlas. El político amplifica los defectos
del contrario para destruirlo. A la docencia se suelen vincular las mentes
limpias. Por el contrario, la deshonestidad intelectual es esencia del político: voto mata prontuario
parece ser su lema.
No son seres perfectos pero el
equipaje de los maestros está repleto de integridad, de rectitud, de compromiso
social. El balance obra en su favor. Sean cuales fueren sus circunstancias de
vida, siempre están dispuestos a transmitir sus enseñanzas e incluso, muchas
veces, modelos sociales y académicos imperfectos o que no comparten. Esa es su
devoción y su tarea. Y cuando terminan su labor en las aulas deben acometer la de padres: enseñar día y noche,
sin descanso, sin tregua, sin los reconocimientos sociales que suelen recibir
otros que no los merecen.
En medio de las limitaciones
propias y de las que surgen de modelos educativos concebidos usualmente para
mantener el statu quo, para esterilizar y no para fecundar, enfrentan retos tan
complejos como inculcar el hábito de aprender; recrear la vida como un aula permanente; educar para pensar con libertad, sin dogmas
impuestos por nadie; para la incertidumbre y no para la certeza, para el sano
escepticismo y no para la fe ciega, para cuestionar y no para obedecer y ante
todo, para enseñar a reconocer en todos los seres humanos, sin distinciones de
ninguna naturaleza, los mismos derechos y los mismos deberes.
Seremos una sociedad en paz y un país viable cuando la
dirigencia pública entienda que su papel es servir y no hacer negocios con los
recursos colectivos, cuando los empresarios vean las utilidades como una
consecuencia y no como un objetivo, cuando los jueces se limiten a aplicar las
leyes e impartir oportuna justicia, cuando soldados y policías sean garantía
para todos y los uniformes de la patria merezcan acatamiento de los ciudadanos
pero también respeto de quienes los portan. Pero
sobre todo cuando los héroes sean los maestros y su profesión sea la más
respetada, la más reputada, la más reconocida.
MUCHAS GRACIAS MAESTROS
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